Todo lo que sé de música se lo debo a las sesiones de dos DJ
“frustrados” como mis hermanos y a las interminables (y maravillosas) tres
horas diarias de Sputnik en los años
de Universidad, cuando Televisió de Catalunya se dedicaba a algo más que a
hacer propaganda por la independencia.
Estamos en los 90. Interpreto ahora como un privilegio el
haber empezado esa década con 13 años y haberla acabado con 23 (con mis
hermanos: el mellizo Alejandro y Víctor, un año menor); es decir, adolescencia
y primera juventud. No es difícil imaginar que aquellos fueron los años más felices de nuestras vidas.
En el año 90 el heavy empezaba a entrar en decadencia, pero
no había un solo chaval en San Pedro y San Pablo que no reverenciase a Metallica, Iron Maiden, Helloween, Manowar, AC/DC o Judas Priest. Lo
mismo debía de pasarle, a mil kilómetros de distancia, a mi primo José Ángel,
que desde Oviedo nos introdujo al mundo del metal con una de aquellas cintas de
selección de hits que circulaban por
entonces y que acababan convertidas en auténticos objetos de culto, hasta el
punto de que yo nunca me hubiera movido de aquel cassette si Alejandro no hubiese empezado su frenética carrera por
escuchar más y más cosas. El Kill’Em All,
el The Number of the Beast y toda la
discografía de Metallica (el grupo de Alejandro) y Iron Maiden (el de Víctor)
comenzaron a entrar en casa, junto con un goteo constante de nuevos grupos que
iban fraguando nuestra primera cultura musical. No es de extrañar que en ese
contexto, la irrupción de Nirvana
fuera percibida como una agresión para los metaleros de San Pedro, muchos de
los cuales no empezamos a valorarlos hasta unos cuantos años después. Nuestra fe en el heavy permanecería inquebrantable incluso con la llegada de dos
acontecimientos paralelos y a la vez completamente antagónicos como fueron la LEVEL
y aquellos ‘temazos’ de trance, bakalao e italodance (oh, el italodance),
que, a pesar de su aparente frivolidad, dejaron una huella que aún hoy, como la
del heavy, sigue viva en muchos corazones de los barrios de Tarragona; y
descubrir a The Smiths, ese grupo eterno
que una vez entra, como bien sabrán los fans, te acompaña de por vida.
No fue hasta años más tarde, como decía, cuando Alejandro y
yo empezamos a escuchar a Nirvana. Un tanto desubicados en la modernidad de la
gran urbe de Barcelona y en la frenética vida cultural de la Universidad, dimos
una oportunidad (¿o más bien se coló?) al grunge,
que entró como un elefante en una cacharrería y de alguna forma desplazó a
nuestra banda sonora de barrio, el heavy
(a pesar de la resistencia de Sepultura),
de manera que Pearl Jam, Soundgarden, Stone Temple Pilots, Screaming
Trees o Alice in Chains
construyeron nuestro nuevo mapa del rock. Mientras tanto, Víctor navegaba entre
las aguas de Iron Maiden y Megadeth
y las del hardcore melódico, con NOFX
encabezando una lista que iría completándose con Lagwagon, Satanic Surfers
o Pennywise hasta hacerse
interminable.
Aún estábamos en 1994 y ya se habían producido numerosos
cambios respecto a los primeros 90. Pero en ese año y los siguientes nos
esperaban muchos más. Un descubrimiento de algo pasado cambiaría nuestras
vidas: los Pixies, Black Francis y sus inconcebibles
gritos en River Euphrates. Se nos
abría el mundo de lo alternativo a la vez que en el Sputnik sonaban insistentemente Stereo
de Pavement y los ritmos
industriales de Ministry o Nine Inch Nails. El brit pop se hace un hueco también con el
memorable Definitely Maybe de Oasis y el sorprendente Parklife de Blur, mientras que el intentar acallar el ruido de una verbena de
mi barrio me lleva a escuchar extasiada diez veces seguidas un vinilo
desconocido que anda por casa, el disco homónimo de Suede, sin tener la más mínima necesidad de explicarlo al mundo (es
esta escena lo que a día de hoy yo me atrevería a llamar felicidad). Faith No More, The Posies, Redd Kross, Type O Negative, Paradise Lost, My Bloody
Valentine, Teenage Fanclub… se van incorporando a nuestra banda sonora de los 90,
particular y concreta, y sin embargo no creo que muy
diferente de la de millones de jóvenes de la época (si exceptuamos el italodance).
Se acerca el año 2000. De alguna manera sabemos que ya no será
nuestra década. Toca madurar musicalmente antes de hacerlo en general (yo no
quiero ni lo uno ni lo otro) y aquellos grupos demasiado “serios” que aparecían
en el Rockdelux y que, en plena
juventud, habíamos tenido a bien dejar en el tintero empiezan a sonar por casa
por cortesía de Alejandro. Son los años de escuchar entre otros muchos a The Jayhawks, The Afghan Whigs
o Mark Lanegan, la gran pasión de mi
mellizo que yo no entendí hasta que lo vi en directo más de diez años
después. Nos acercamos ya sin complejos a los clásicos (a los que ya habíamos
acariciado tímidamente atraídos por el misticismo de The Doors): The Beach Boys
dejan de sonar solo a California Girls
y David Bowie, Neil Young o Love (o más concretamente, el que para
mí es el mejor disco de la historia, Forever
Changes) ocupan ya un lugar de honor en nuestro trono musical. De repente, The B-52’s nos parece lo mejor que
hemos oído. Nuevos grupos y cantantes (al
menos para mí), como Boo Radleys o
el maravilloso Jeff Buckley me van
resucitando los 90. Empezamos
a escuchar a Pernice Brothers, a Foo Fighters, a Queens of the Stone Age…
Continúa nuestra pequeña historia del rock (seguramente
Alejandro y Víctor, que son los verdaderos melómanos, me dirán que me dejo
muchas cosas). En realidad, no se acaba nunca. Cuando crees que ya lo has visto todo,
descubres a Derribos Arias y a toda la
Movida Madrileña, o al iluminado de David
Eugene Edwards con 16 Horsepower
y Wovenhand, o entras en una especie de comunión inexplicable con Joy Division, o entiendes que en realidad Leonard Cohen es un auténtico genio… y vuelves a empezar. No, no se acaba nunca. Nuevos y viejos nombres se
agolpan en nuestra mente, que los va recopilando minuciosamente para no perder
esa conexión con algo que en cierto sentido nos ha hecho distintos: más
sensibles, más humanos.