miércoles, 28 de agosto de 2013

Una pequeña historia del rock


Todo lo que sé de música se lo debo a las sesiones de dos DJ “frustrados” como mis hermanos y a las interminables (y maravillosas) tres horas diarias de Sputnik en los años de Universidad, cuando Televisió de Catalunya se dedicaba a algo más que a hacer propaganda por la independencia.

Estamos en los 90. Interpreto ahora como un privilegio el haber empezado esa década con 13 años y haberla acabado con 23 (con mis hermanos: el mellizo Alejandro y Víctor, un año menor); es decir, adolescencia y primera juventud. No es difícil imaginar que aquellos fueron los años más felices de nuestras vidas.

En el año 90 el heavy empezaba a entrar en decadencia, pero no había un solo chaval en San Pedro y San Pablo que no reverenciase a Metallica, Iron Maiden, Helloween, Manowar, AC/DC o Judas Priest. Lo mismo debía de pasarle, a mil kilómetros de distancia, a mi primo José Ángel, que desde Oviedo nos introdujo al mundo del metal con una de aquellas cintas de selección de hits que circulaban por entonces y que acababan convertidas en auténticos objetos de culto, hasta el punto de que yo nunca me hubiera movido de aquel cassette si Alejandro no hubiese empezado su frenética carrera por escuchar más y más cosas. El Kill’Em All, el The Number of the Beast y toda la discografía de Metallica (el grupo de Alejandro) y Iron Maiden (el de Víctor) comenzaron a entrar en casa, junto con un goteo constante de nuevos grupos que iban fraguando nuestra primera cultura musical. No es de extrañar que en ese contexto, la irrupción de Nirvana fuera percibida como una agresión para los metaleros de San Pedro, muchos de los cuales no empezamos a valorarlos hasta unos cuantos años después. Nuestra fe en el heavy permanecería inquebrantable incluso con la llegada de dos acontecimientos paralelos y a la vez completamente antagónicos como fueron la LEVEL y aquellos ‘temazos’ de trance, bakalao e italodance (oh, el italodance), que, a pesar de su aparente frivolidad, dejaron una huella que aún hoy, como la del heavy, sigue viva en muchos corazones de los barrios de Tarragona; y descubrir a The Smiths, ese grupo eterno que una vez entra, como bien sabrán los fans, te acompaña de por vida.

No fue hasta años más tarde, como decía, cuando Alejandro y yo empezamos a escuchar a Nirvana. Un tanto desubicados en la modernidad de la gran urbe de Barcelona y en la frenética vida cultural de la Universidad, dimos una oportunidad (¿o más bien se coló?) al grunge, que entró como un elefante en una cacharrería y de alguna forma desplazó a nuestra banda sonora de barrio, el heavy (a pesar de la resistencia de Sepultura), de manera que Pearl Jam, Soundgarden, Stone Temple Pilots, Screaming Trees o Alice in Chains construyeron nuestro nuevo mapa del rock. Mientras tanto, Víctor navegaba entre las aguas de Iron Maiden y Megadeth y las del hardcore melódico, con NOFX encabezando una lista que iría completándose con Lagwagon, Satanic Surfers o Pennywise hasta hacerse interminable.

Aún estábamos en 1994 y ya se habían producido numerosos cambios respecto a los primeros 90. Pero en ese año y los siguientes nos esperaban muchos más. Un descubrimiento de algo pasado cambiaría nuestras vidas: los Pixies, Black Francis y sus inconcebibles gritos en River Euphrates. Se nos abría el mundo de lo alternativo a la vez que en el Sputnik sonaban insistentemente Stereo de Pavement y los ritmos industriales de Ministry o Nine Inch Nails. El brit pop se hace un hueco también con el memorable Definitely Maybe de Oasis y el sorprendente Parklife de Blur, mientras que el intentar acallar el ruido de una verbena de mi barrio me lleva a escuchar extasiada diez veces seguidas un vinilo desconocido que anda por casa, el disco homónimo de Suede, sin tener la más mínima necesidad de explicarlo al mundo (es esta escena lo que a día de hoy yo me atrevería a llamar felicidad). Faith No More, The Posies, Redd Kross, Type O Negative, Paradise Lost, My Bloody Valentine, Teenage Fanclub… se van incorporando a nuestra banda sonora de los 90, particular y concreta, y sin embargo no creo que muy diferente de la de millones de jóvenes de la época (si exceptuamos el italodance).

Se acerca el año 2000. De alguna manera sabemos que ya no será nuestra década. Toca madurar musicalmente antes de hacerlo en general (yo no quiero ni lo uno ni lo otro) y aquellos grupos demasiado “serios” que aparecían en el Rockdelux y que, en plena juventud, habíamos tenido a bien dejar en el tintero empiezan a sonar por casa por cortesía de Alejandro. Son los años de escuchar entre otros muchos a The Jayhawks, The Afghan Whigs o Mark Lanegan, la gran pasión de mi mellizo que yo no entendí hasta que lo vi en directo más de diez años después. Nos acercamos ya sin complejos a los clásicos (a los que ya habíamos acariciado tímidamente atraídos por el misticismo de The Doors): The Beach Boys dejan de sonar solo a California Girls y David Bowie, Neil Young o Love (o más concretamente, el que para mí es el mejor disco de la historia, Forever Changes) ocupan ya un lugar de honor en nuestro trono musical. De repente, The B-52’s nos parece lo mejor que hemos oído. Nuevos grupos y cantantes (al menos para mí), como Boo Radleys o el maravilloso Jeff Buckley me van resucitando los 90. Empezamos a escuchar a Pernice Brothers, a Foo Fighters, a Queens of the Stone Age

Continúa nuestra pequeña historia del rock (seguramente Alejandro y Víctor, que son los verdaderos melómanos, me dirán que me dejo muchas cosas). En realidad, no se acaba nunca. Cuando crees que ya lo has visto todo, descubres a Derribos Arias y a toda la Movida Madrileña, o al iluminado de David Eugene Edwards con 16 Horsepower y Wovenhand, o entras en una especie de comunión inexplicable con Joy Division, o entiendes que en realidad Leonard Cohen es un auténtico genio… y vuelves a empezar. No, no se acaba nunca. Nuevos y viejos nombres se agolpan en nuestra mente, que los va recopilando minuciosamente para no perder esa conexión con algo que en cierto sentido nos ha hecho distintos: más sensibles, más humanos.

Supongo que el advenimiento de la era de las descargas en Internet pilló a Alejandro comprando un arsenal de discos en la FNAC y a Víctor hojeando un catálogo norteamericano de discos de hardcore melódico. Ese mundo no ha llegado a interesarnos (dudo que lo haga nunca), tal vez porque intuíamos lo que por el camino de la tecnología se iba a perder. Pero esa es ya otra historia…

viernes, 23 de agosto de 2013

Amor de hombre


Decía Lord Byron que “El amor del hombre es en su vida una cosa aparte, mientras que en la mujer es su completa existencia”. Las frases del célebre poeta se han hecho populares en los últimos tiempos por contener grandes dosis de ingenio. Esta, además, tiene la virtud de ser verdad.

En la poderosa sentencia bien podría hallarse el origen de la desigualdad, o al menos una de las causas más obvias, en mi opinión, y aun así menos reconocidas. Pero si profundizamos en ella y la aplicamos a la vida diaria, podríamos llegar a la conclusión de que no es el amor en general lo que para la mujer es su vida entera, sino el “ser amada”, que es el epicentro de la educación sentimental que hemos recibido las mujeres a través del cine, la televisión, la literatura y prácticamente todas las manifestaciones culturales desde que se recuerda. Basta con un ejercicio mental sencillo como ver qué excusa es la más habitual en las mujeres a la hora de aguantar y justificar las tropelías de su pareja: “Es que en realidad ME QUIERE”. Difícilmente escucharemos a un hombre tal argumentación si tiene que explicar la misma circunstancia; con bastante probabilidad, la respuesta más frecuente será un “es que LA QUIERO”.

La pasividad amorosa de las mujeres y la primacía de ese aspecto de la vida sobre todos los demás podría explicar muchas cosas, si se pudiera hablar de ello sin riesgo de ser echado a los leones. Porque si en un ataque de irreverencia absoluta decidiésemos cuestionar determinados conceptos como el “patriarcado” para intentar dilucidar, por ejemplo, cómo una mujer puede llegar a aguantar la violencia de género, e intentásemos poner sobre la mesa, además de otros aspectos sociológicos, la educación sentimental como un factor a tener en cuenta, es bastante posible que acabásemos siendo calificados de neomachistas, que es lo peor que se puede ser hoy día. Y aun así no puedo evitar pensar que si cuando una mujer calla o retira una denuncia porque "en realidad me quiere”, en vez de replicarle “no, no te quiere”, le dijésemos “¿Y qué? ¿Es eso más importante que tu integridad física, o que tu dignidad, o que tus hijos?”, daríamos bastante más en el clavo...

Obviamente, no existe una panacea para acabar con siglos de machismo, y menos en España. Es tan poco probable que una mujer para la que el amor (o el ser amada) es “su completa existencia” acceda a pensar que en realidad su pareja no la quiere, como que empiece de la noche a la mañana a poner el amor en el lugar que le corresponde. Pero visto el fracaso de las medidas para acabar con la violencia machista (algunas más que cuestionables) y de la argumentación de la propaganda oficial a la hora de concienciar sobre la lacra, quizás no sería descabellado pensar que una educación sentimental en el sentido contrario al que toda la vida hemos recibido, es decir, basada en el amor, sí, pero en el amor propio, sí podría mejorar la situación para las generaciones que vengan. 

martes, 20 de agosto de 2013

Civilización o barbarie


Por Nigromante Apresurado

En el año 212 de nuestra era, Caracalla, emperador romano nacido en la Galia hijo del también emperador Septimio Severo y de una noble siria, lanzó el famoso edicto que lleva su nombre.

Este edicto también conocido como Constitutio Antoniniana concedía la ciudadanía romana a todos los habitantes varones libres del imperio, e igualaba también a todas las mujeres libres del imperio en derechos con las mujeres de Roma.

Desde la historiografía marxista se ha querido ver en esta decisión la simple necesidad de aumentar los ingresos fiscales, pero lo cierto es que semejante paso supone una verdadera Constitución Romana en el sentido moderno del término.

El emperador César Marco Aurelio Severo Antonino Augusto declara: [...] concedo a todos los peregrinos que están sobre la tierra la ciudadanía romana […]. Pues es legítimo que el mayor número no sólo esté sometido a todas las cargas, sino que también esté asociado a mi victoria. Este edicto será [...] la soberanía del pueblo romano.

Con estas sencillas palabras se acomete un hecho trascendental en la historia de Occidente. Las provincias romanas dejan de ser posesiones, colonias romanas, y pasan a ser Roma misma. Se acaba la distinción legal entre los colonos de ascendencia italiana (los únicos que podían optar a honores, cargos autoridad y a participar en la política), y el resto de habitantes libres del Imperio. Podemos imaginar que la oposición más fuerte a esta decisión vino de parte de la casta privilegiada que perdía con la extensión de los derechos. Esta situación se mantendría hasta la caída del imperio de Occidente, y la sustitución del estado romano por multitud de reinos bárbaros, con lo que dan comienzo los mil años de Edad Media.

Ningún edicto posterior anuló la Constitución Antoniniana y solo las invasiones bárbaras, las guerras interminables, el feudalismo y el hundimiento generalizado de la civilización convirtieron en papiro mojado estas palabras. Legalmente hablando, todos los peninsulares, como habitantes libres de un territorio imperial, seguimos siendo ciudadanos de pleno derecho de Roma, un estado que aunque ya no existe nos legó lengua, cultura, ingeniería, religión pero sobre todo civilización en un grado solo superado por la humanidad con el liberalismo político y la revolución industrial.

Pasarán exactamente 1600 años antes de que los españoles volvamos a ser ciudadanos de pleno derecho de un estado. Concretamente hasta el 19 de marzo de 1812. Desde la caída de Roma y hasta la constitución de Cádiz los españoles seremos simplemente vasallos. Vasallos de un conde, de un duque o de un rey. Como el Cid, buenos vasallos de un no siempre buen señor. Pero no nos adelantemos.

Cuando los bárbaros ocupan el territorio de Roma, crean en él sus propios reinos independientes del poder imperial que acabará siendo suprimido definitivamente en 476. Las provincias romanas serán desde entonces parte del botín de una serie de pueblos germánicos o asiáticos con un concepto del mundo y el estado opuesto al de la civilización clásica. Frente al universalismo asimilador greco-romano, el particularismo tribal y el derecho de sangre de los bárbaros. Los territorios y el estado pasan a ser propiedades privadas de aristocracias de sangre. Del SPQR (Senado y Pueblo Romano), a los blasones de condes, duques y reyes. Linajes, lazos de sangre y derechos basados en la desigualdad jurídica absoluta según la cuna y las relaciones de vasallaje. De ahí surgirán los reinos, principados y condados medievales.

El estado ya no es el territorio integrado donde se desenvuelve la civilización, y donde conviven desde sirios hasta hispanos, pasando por galos, griegos, egipcios o mauritanos igualados en ciudadanía ante Roma y educados en la alta cultura de las dos lenguas griega y latina, sino propiedades que ganan o pierden unas familias con guerras, matrimonios o herencias.

La cultura se reserva para unos pocos y el resto se sume en la miseria, el analfabetismo y las hablas populares vernáculas (que serán una corrupción desde la ignorancia, la incultura y el aislamiento del latín de nuestros antepasados). De ahí surgirán las lenguas romances medievales.

1600 años después, otras lenguas ya vehículos de alta cultura habrán sustituido al latín, después de la explosión literaria e intelectual del Renacimiento. Otros imperios habrán asimilado pueblos y continentes en una escala global desconocida por los propios romanos. Pero no será hasta 1812 cuando los ciudadanos romanos de Hispania dejemos de ser vasallos de los herederos de sangre de la aristocracia tribal bárbara para volver a tener patria. Para dejar de ser habitantes de los dominios de una familia a pasar a ser españoles de pleno derecho:

Art º1: La Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios.
Art. 2º. La Nación española es libre e independiente, y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona.
Art. 3º. La soberanía reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo pertenece a ésta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales.
Art. 4º. La Nación está obligada a conservar y proteger por leyes sabias y justas la libertad civil, la propiedad y los demás derechos legítimos de todos los individuos que la componen.
Art. 5º. Son españoles: Primero. Todos los hombres libres nacidos y avecindados en los dominios de las Españas, y los hijos de éstos.
Segundo. Los extranjeros que hayan obtenido de las Cortes cartas de naturaleza.
Tercero. Los que sin ella lleven diez años de vecindad, ganada según la ley en cualquier pueblo de la Monarquía.
Cuarto. Los libertos desde que adquieran la libertad en las Españas.

1600 años para volver al mismo punto político, para volver a ser ciudadanos, para volver a tener soberanía política. El proceso de integración, de aumento de derechos cívicos, continúa hoy en día a través de la Unión Europea. No somos europeos por sangre o por el hecho de haber nacido en un continente. Somos europeos por unas leyes y unos tratados que el Estado español soberano firmó con otros estados europeos soberanos reunidos en una comunidad política. Comunidad política surgida del Tratado de Roma. No es casualidad. Sabemos perfectamente qué es lo que tenían los padres de Europa en mente cuando firmaron en Roma ese tratado. Somos ciudadanos europeos porque somos ciudadanos españoles. Es parte del mismo proceso. No podemos dejar de ser unos sin dejar de ser otros, sin perder parte de nuestros derechos, de nuestra soberanía y desandar el camino andado a partir de 1812. Volver hacia atrás.

Volver hacia atrás. Volver a la Edad Media, volver a la tribu, al derecho de sangre. Recuperar los condados, los principados, las veguerías, el feudalismo. Negar la civilización. Negar la historia. Negar la realidad. La ciudadanía no como la expresión de unos derechos universales sino como expresión de una identidad colectiva particular, de la pertenencia a un determinado pueblo. El instinto animal elevado a categoría política. El nacionalismo étnico. La sangre. La tribu. La barbarie.

No hay más opciones: la Europa de Roma, la Europa de Cádiz, la Europa de los ciudadanos… o la Europa de las etnias, la Europa de Srebrenica, la Europa de las SS. Elijamos. Yo ya he elegido.

lunes, 12 de agosto de 2013

El violento eres tú


De una de las peores épocas de acoso al PP en Cataluña, es decir, los primeros años post Pacto del Tinell, recuerdo especialmente un debate entre todos los partidos (para que me entiendan, un debate de todos los partidos y la moderadora contra el PP) en TV3 en el que Joan Puigcercós venía a decirle a Dolors Nadal que se callase, “que això no és la COPE”. Tal cual. El incidente, lejos de tener repercusión, pasó completamente inadvertido en general, también para la moderadora, Mònica Terribas, quien estaba a otra cosa más importante que velar por el respeto entre los tertulianos, como es lógico.

En los últimos días, hemos asistido al acoso cibernético a una jugadora de waterpolo por lucir una estelada virtual en su cuenta de twitter y a la presunta agresión verbal que sufrió una chica en el Metro por llevar unas zapatillas independentistas. Huelga decir que estos casos sí han recibido una atención y cobertura espectaculares por parte de los medios catalanes, además de la consabida ola de indignación en las redes sociales.

Sin ánimo de incurrir en el “y tú más”, creo que sí que conviene señalar algunas diferencias entre la violencia que han sufrido las chicas (censurable, como todas) y la que desde hace décadas lleva sufriendo la derecha españolista en Cataluña. Porque, obviando el pequeño detalle de que no es lo mismo que te insulten en twitter que que te quemen la sede, las hay y son de calado.

Primero, porque la segunda clase de violencia está aceptada y yo diría que hasta normalizada, de manera que llega a pasar inadvertida incluso ocurriendo en directo y sin necesidad de ningún tipo de censura, como en el caso de Puigcercós contra Nadal. Y segundo, y esto aún me parece más grave, porque está institucionalizada hasta tal punto que quienes la ejercen no son solo las masas alteradas y anónimas que pueblan las redes sociales o los grupos de descerebrados que uno se puede encontrar en la calle, sino también personajes públicos, periodistas e ilustradores, actores y hasta cargos electos, sin que suceda absolutamente nada ni tenga la menor consecuencia.

Como siempre, poner algún ejemplo e imaginar la situación contraria resulta un más que efectivo argumento. Recientemente, observaba un pequeño debate en Facebook en el que un político de CiU respondía a unas declaraciones de otro del PP recogidas por un periodista con la expresión “espanyolisme barato”. ¿Se imaginan qué pasaría si fuese el político del PP quien hubiese hablado de “catalanisme barato” al contestar al de CiU? ¿Es aceptable esa falta de respeto entre adversarios políticos y representantes institucionales? Por lo visto, según contra quién vaya dirigida, sí.

Al margen de lamentar la situación, creo que es interesante analizar cuál es el mecanismo por el que se normaliza la violencia, porque no es exclusivo de Cataluña ni del nacionalismo. Ese mecanismo que vemos en el ejemplo de Dolors Nadal o del “espanyolisme barato” se parece extraordinariamente a aquel por el cual la extrema izquierda (anónimamente, eso sí) justifica calificar con el adjetivo inequívocamente homófobo de "bollera" a Rita Barberà, y que más o menos vendría a ser el de que “quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón”: como Rita Barberà es homófoba según los colectivos que la insultan, la pueden llamar “bollera” y quemarla en una hoguera si es menester, porque la homófoba, en cualquier caso y pase lo que pase, es ella. De la misma manera, en Cataluña los nacionalistas han señalado cuál es la posición con la que hay vía libre para el insulto y la agresión: la de defender España (y aún peor: ser de derechas y defender España). Cualquier ataque a quien confiese tan malvada ideología está justificado, puesto que la postura política del atacado es en sí misma un acto de violencia. Identificado el “agresor”, todo vale e incluso se queda corto si lo comparamos con la ofensa que supone su existencia.

Resultaría hasta tierna la dedicación con que muchos medios del oasis se han volcado en denunciar la violencia verbal españolista contra la jugadora de waterpolo y la chica de las “bambas”, si por el camino no hubiesen silenciado toda esa otra vergüenza, cuando no participado directamente en ella. Pero a estas alturas de la película, cuando ya hemos visto a políticos faltar al respeto sistemáticamente a los representantes del PP y Ciutadans, a periódicos mofarse de la muerte de españoles e incluso a un actor exhortar al boicot a una compañera de profesión por mostrarse contraria al nacionalismo, todo ello como si fuese lo más normal del mundo y sin que nadie diga nada, señores del ARA, TV3 y EL PUNT AVUI, sinceramente, ya no cuela.

sábado, 10 de agosto de 2013

A l'escola, en català


Prácticamente todo lo que se podía decir en contra de la inmersión lingüística en Cataluña ya lo expuso Félix Ovejero en EL PAÍS hace algunos meses. En su brillante artículo, Ovejero desmonta una a una todas las razones del nacionalismo, que podrían resumirse en el respeto a la identidad catalana, la eficacia pedagógica, la cohesión de la sociedad, el consenso (político y social) y la baja demanda de escolarización en español.

Demostrada la falsedad de todos esos argumentos, me detengo en la cuestión del consenso social que parece existir en torno a la escolarización solo en catalán, porque conduce inevitablemente a plantearse ciertas preguntas, como por qué en una comunidad donde el catalán no es hablado (y mucho menos escrito) de forma mayoritaria ha cuajado con tanto éxito la inmersión lingüística en las escuelas. Es decir, cómo tantos padres han podido renunciar de buen grado a que sus hijos se escolaricen en su lengua materna, lengua oficial en todo el Estado y uno de los idiomas más hablados del mundo. La respuesta parte probablemente de uno de los argumentos nacionalistas que apunta Félix Ovejero.

De todos ellos, es el de la cohesión y la “integración” que supuestamente asegura la inmersión el que más ha conectado con la población castellanohablante, más por necesidad que por convicción, después de décadas apartada de la administración, los medios y en general la elite catalana por no dominar la lengua de Pompeu Fabra. En una sociedad como la española, donde buena parte de población tiene como máxima aspiración ser funcionario, el catalán (y cualquier lengua autonómica exigida para acceder a la administración) se revela como un mecanismo proteccionista de primer orden y da una ventaja competitiva a quienes han estudiado en Cataluña frente a quienes no lo han hecho. El certificado de nivel C, que es el que permite acceder a prácticamente cualquier oposición en Cataluña, es otorgado inmediatamente a quien acredite que se ha escolarizado íntegramente en catalán hasta un determinado curso, sea cual sea el nivel real de dominio de la lengua. Cualquiera que haya estudiado aunque sea un solo curso fuera no tiene de serie ese certificado y debe examinarse para obtenerlo. La inmersión otorga pues algo que pocos de esos inmigrantes alojados en barracas alrededor del Llobregat pudieron soñar: un privilegio para sus hijos frente a otros españoles y una posibilidad de acceder a la elite. Poco importa si en el camino se excluye de procesos selectivos a gente con más talento por el simple hecho de haber estudiado en Murcia. Quienes en un momento dado tomaron la difícil decisión de dejarlo todo e irse a trabajar a Cataluña han recibido ya su premio.

No es de extrañar pues que una mayoría haya acogido con entusiasmo un mecanismo proteccionista, que en nada beneficia a la lengua (que “inexplicablemente” sigue experimentando un imparable retroceso), pero sí a los habitantes de Cataluña. “La gent fa el que pot”, decía mi ex profesor Joan Manuel Tresserras, y no se le puede exigir que no aspire a vivir de la mejor manera posible. Exonerar a la población no exime sin embargo a los poderes públicos del Estado de su responsabilidad de acabar con una práctica discriminatoria, ilegal y manifiestamente injusta, ni a quienes no estamos de acuerdo con ella, de denunciar su carácter perverso como mejor podamos o sepamos.

Como señala Ovejero, el castellano es la lengua de uso mayoritario en Cataluña en todos los índices: lengua materna, lengua inicial, lengua de identificación y lengua habitual. Así lo certifican todos los estudios publicados al respecto, incluidos los de la Generalitat, tan aficionada a cocinar estadísticas. En nuestro entorno más inmediato, que no es otro que el de la civilización, no existen casos de exclusión de la lengua mayoritaria como lengua vehicular en la educación básica. Tampoco parece que haya casos en las democracias cercanas en que la lengua mayoritaria de un territorio no sea oficial, como pretende la presidenta de Òmnium Cultural, Muriel Casals, o la Assemblea Nacional Catalana, ese organismo fantasma que de repente nos gobierna con mano de hierro tras pasar con nota el aval democrático de una manifestación y la verificación del recuento de los Mossos d’Esquadra. Cataluña no tiene para justificar su legislación un solo referente en su amada Europa, el espejo de libertad y bienestar al que se mira mientras se esfuerza por dejar atrás sus vínculos con la oscuridad de la meseta.

Fuera de todo, al margen de la legalidad que rige en España, en Europa y en el mundo civilizado y contraviniendo todas las recomendaciones de la UNESCO, Cataluña enarbola no obstante la bandera de la democracia y la modernidad a través de un grito, “a l’escola, en català”, que se ha convertido en punta de lanza de la futura Cataluña independiente. Solo en una sociedad que se ha resignado a tragarse la mentira por pura supervivencia puede aceptarse semejante delirio como un camino a la libertad. Tal vez en tomar conciencia de dirigirnos a una sociedad cerrada, contraria a todo lo que nos rodea y sin futuro en el mundo actual, empiece el cambio.

martes, 6 de agosto de 2013

La caspa


Todo conflicto lleva incorporada una batalla cultural y estética que podríamos decir que anticipa el desenlace, si atendemos a la historia.

En la guerra quijotesca que el pujolismo, en todas sus manifestaciones y secuelas (porque lo que vive Cataluña no es una ola independentista, sino una era de pospujolismo frenético y rabioso tras los siete años de destierro que impuso el tripartito), ha ideado contra las Españas, la batalla estética está dominada, curiosamente, por esa categoría cultural tan española que llamamos “caspa”.

El discurso, basado en atribuir a toda la cultura española la categoría de “casposa” para liquidar su presencia en Cataluña, ya lo conocemos: las corridas de toros son caspa española; los correbous, alta cultura. El folklore español, caspa. La televisión española, caspa (en Cataluña solo se ve televisión de calidad, da igual lo que digan las audiencias) y la prensa, más caspa, una caspa cavernaria y manipuladora opuesta a la neutralidad informativa que un organismo político como el CAC y las millonarias subvenciones de la Generalitat garantizan en Cataluña. Hay mil ejemplos.

Durante nuestros particulares treinta años de paz, la Generalitat y TV3 se han encargado de señalar la caspa que impregna todo lo español y a la vez de definir un modelo estético diferenciado, en un intento no solo de distanciarse del enemigo, sino, lo que es mucho más importante, de construir un “pueblo” sin fisuras internas estéticas ni de ningún otro tipo, que es al final lo que persigue cualquier nacionalismo, de manera que todo territorio que no se someta a los dictados culturales nacionalistas, ya sea Tarragona u Hospitalet de Llobregat, es también, irremediablemente, caspa. Cataluña, que quede claro, es culturalmente un solo pueblo, pero sobre todo es un pueblo sin caspa.

La aceptación sin más de ese discurso ha conllevado, como decía, la invisibilidad de cualquier vestigio español en Cataluña (es la presión cultural, mucho más efectiva que ninguna otra, la que ha conseguido que anomalías como que la lengua de uso mayoritario sea sistemáticamente vetada en los medios públicos no provoquen ninguna reacción ni en Cataluña ni fuera de ella) y la imposición de unos modelos estéticos únicos, dirigidos desde el poder y, en consecuencia, rancios, mediocres y anacrónicos, pero aceptados como cultura de primer nivel solo por el hecho de ser cultura catalana.

Recientemente, el festival Catalunya vol viure en llibertat, auspiciado por el diario EL PUNT AVUI (el mismo en el que una viñeta de Joan Antoni Poch hacía chanza de la tragedia de Santiago para ridiculizar la marca España), nos ha brindado una excelente oportunidad para observar esos modelos estéticos en su máximo esplendor: banderas hasta en las chanclas, politización de la cultura popular, exaltación del “futur” a través de la utilización de los niños, grupos musicales sin el menor valor artístico y con nombres tan espeluznantes e ilustrativos como Poble que Canta... Las señas de identidad, en definitiva, de ese movimiento estético pobre y unificador que se ha erigido en la única cultura catalana válida, aniquilando al resto bajo la etiqueta de “caspa”, como si el festival Catalunya vol viure en llibertat no fuese todo él un monumento a lo rancio como no veíamos desde el Franquismo.

Que casi nadie cuestione con argumentos la imposición e institucionalización de algo tan cutre y se califique de caspa cualquier cosa que provenga del resto de España es la primera batalla ganada del nacionalismo. Hay otras, pero España ha perdido ya una de las más importantes. Se perderán más en los próximos años si no hay nadie capaz de entenderlo y de reaccionar a tiempo.